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contaminación acústica
abro los ojos. oigo ruidos. un ruido permanente, como un zumbido, como un gruñido interminable de león. arriba, una mujer y un niño chillan mientras se les cae la baba por diferentes razones. miro el móvil antes de salir de la cama. leo un artículo. salgo al balcón, hace sol. hay dos camiones de reparto de cerveza parados en una curva, con las luces de emergencia y los motores en marcha. enfrente de mi casa, un autobús de donar sangre vibra en toda la calle, en el suelo, en el aire, en mi cabeza. hay que mantener en marcha los motores, de la vida y del vehículo. done sangre.
vuelvo adentro de casa. cuanto más me alejo del mundo, menos ruido. y voy perdiendo las ganas de asomarme de nuevo al balcón...
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ahora yo tengo la edad que él tenía cuando nos conocimos, cuando nos conocíamos, cuando me llevó al amanecer a su cueva, a hacer jirones mi alma y a alimentarse de la juventud que yo exhalaba en cada gemido y a él se le escapaba como un espejismo al encontrarse con cada culo de vaso.
cuando la mirada esquiva del chico del autobús pasa por mi rostro anónimo, una realidad paralela se despliega. él se acerca a mí y me coge de las dos manos, implorante, como aquellas noches en las que me pedía que me quedara a dormir después de ver una película.
sus labios maltrechos de tanto humo y tantos besos me miraban serios, me echaban para atrás y me atraían irremediablemente, mientras que la verde esperanza de sus ojos me atravesaba el corazón con esa tristeza de quien empezó el libro por el final y sabe que no existe la salvación.
a veces pienso que ojalá no olvide nunca esa mirada franca, transparente y desesperada; y otras deseo no volver a imaginarla en cuerpos ajenos que no me pertenecen y que acabarán banalizando el amor de mi juventud hasta deshacerlo en cenizas o, peor, hasta convertirlo en un producto de consumo masivo.
no sé si tiene sentido lo que escribo, pero lo que siento es real, como cuando intento recuperar con todas mis fuerzas aquellos versos solitarios sobre la tristeza de un viernes. no hay nada urgente que valga la pena hacer, escribiste, y las letras se me caen al fondo del olvido a medida que te conviertes en un nombre más, en un mote más, en una noche más de las miles que dejo en blanco...
por si vuelves, y quieres, y te atreves, y la escribimos juntos.
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gírate
soy la chica que mira
con sonrisa tímida
al fondo del todo.
yo te ofrezco cambiar
mi qué dirán por tu diván
y contar horas muertas
al fondo del todo
gírate
soy la chica que calla
lo que sus ojos gritan
a espaldas de todos
yo te pido quedarnos
donde no me hallen
la alegría y la pena,
al fondo del todo.
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La misma soledad pegajosa me acucia si recuerdo aquellas mañanas tropicales en coche, mientras buscaba hoteles en los que nunca me podré alojar en Miami Beach. O la vuelta a mi apartamento, ya de noche y dejando atrás la redacción vacía y perezosa. También cuando subo mentalmente los escalones que llevaban a una azotea con el suelo de parquet en el centro de Valencia. Allí, por sorpresa, encontré a un profesor que también era periodista y que me guió como a una aprendiz. Me presentó a las personas que eran noticia. Creo que aquella fue la primera y última vez que no me sentí sola al lanzarme a los leones.
Y, sin embargo, la desidia se me come cuando ya no estoy sola. Cuando no puedo estarlo. Cuando es la norma pasar todas las horas -siempre demasiadas- bañándome en la luz de neón de una oficina alejada de las preocupaciones mundanas que se constituye en su estado propio, si cabe. Con sus jerarquías y sus salvaguardas, y sus ritos, por los que has de pasar sin excusa. Hay días en los que echo de menos la soledad de aquello que un día quise ser, y todos los días desde entonces sueño como un imposible. Soy una escritora atrapada en la contradicción del no pertenecer, no querer, no ser. Pero, al menos, no estoy todavía demasiado paralizada como para dejar de alimentar a mis cuervos. Total, me parece tan buena opción dejar de ver lo que me rodea como dedicarme a coleccionar diamantes.
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el camarero
Era un invierno cálido del trópico y yo salía con un grupo de gente que apenas acababa de conocer. Fuimos a un barrio que en los últimos años se había elevado a la categoría de hipster gracias a la apertura de galerías de arte y a los estéticos graffitti que decoraban las antes grises paredes de cada bloque. Los colores y la belleza convertían a Wynwood en un oasis de modernidad en el olvidado y empobrecido Midtown, y no era aconsejable traspasar la línea invisible que lo delimitaba.
Fuimos a parar a un bar al estilo "biergarten" y para mis adentros pensé, decepcionada, que para eso ya había estado en Berlín. Pero seguí a la manada, que se cambió varias veces de mesa hasta recalar en la terraza. Una vez sentados, los dos chicos que llevaban la voz cantante comentaron que ya conocían el lugar y que estaba muy bien. Esos dos hombres que, por menos o por más, rondaban la redonda edad de 30 años, reunían juntos más patrimonio del que yo amasaré en mi vida. Uno, de buena cuna madrileña, salía con una chiquilla de pueblo que apenas superaba los 20 años, un capricho que chocaba con las expectativas de alta alcurnia de su familia. El otro se había independizado a la misma edad que yo me despegaba de la GameBoy y se había criado lejos de sus padres en las principales capitales españolas, yendo a veranear a su pueblo natal, Ibiza, y disfrutando de su libertad sexual y social con celebridades a las que el resto solo podemos tocar en papel de revista.
Cada uno pidió su plato. En un intento de fusión germanoestadounidense, allí se servían tanto hamburguesas como salchichas, sin olvidar el sauerkraut. Tardaron bastante en sacar los platos, por lo que algunos tuvimos que esperar. Fue en aquella espera cuando se me hizo patente mi falta de pertenencia al grupo, que más adelante cristalizaría en un abandono total. Yo no era como ellos, y ellos no eran como yo. El que se había criado lejos de su casa y, por ende, tenía más cualidades cosmopolitas, llamó la atención del camarero. No estaba contento con su plato -uno de los más caros- y no se iba a limitar a tragar. Señaló todo lo que no le gustaba -el punto, el aspecto, el acompañamiento- y su tono entre enfadado y asqueado me hizo empatizar con el pobre camarero, que aguantaba estoicamente. Finalmente, el chaval le propuso pedir otro plato. El hombre pidió el solomillo más caro de la carta, que sumado al vino -siempre pedía vino, le venía de familia- ascendió a un precio que me hizo revolverme en mi silla. Bebió con arrogancia mientras se llevaban su insatisfacción emplatada.
Otra de las integrantes del grupo, de mi misma procedencia y más de clase media que yo, si cabe, sí pertenecía al grupo, o quería pertenecer a toda costa. Era una de esas personas que tienen intolerancias, o eso dicen, a determinados tipos de comida. No recuerdo lo que pidió, pero al verlo en el plato adoptó su habitual cara de disgusto fino y anunció que también cambiaría su plato. El camarero, pobre de él, volvió a recibir un varapalo. A mí me sirvieron lo que había pedido y, aunque no tenía el mismo aspecto que cuando mi abuela cocina, lo acepté y me lo comí de buena gana. La cena y la conversación siguieron hasta que los platos estuvieron vacíos. Por lo menos, el mío.
Cuando llegó el momento de pagar y cada uno pidió su factura, volví a revolverme en la silla. Tanto el hombre como la chica habían decidido no dejar propina. En el caso del hombre me resultó más obsceno aún, si eso era posible, puesto que la propina era proporcional al montante -ya bastante alto-. Se justificaron diciendo que el servicio había sido pésimo. Yo dejé mi propina habitual. Nos levantamos y antes de marcharnos, el camarero volvió. Yo sentí vergüenza ajena. No por él, sino por aquellos dos. Dijo que faltaban propinas, y que sin ellas el cocinero y él no ganaban apenas dinero. Pidió que por favor dejaran la propina y volvió a irse, esperando -imagino- que al volver hubiera unos números con los que recompensar sus horas en la cocina de aquel biergarten durante la noche y poder pagar los desorbitados precios del alquiler en Miami.
No le dejaron propina. Antes que en el lugar de aquellas dos personas, yo me había puesto en la piel del chaval que tendría que trabajar más duro al día siguiente y, quizás, soportar la bronca del cocinero y el jefe o, a lo peor, un despido. Cuando pienso en ello, resuenan con eco unas palabras que nos relató aquel hombre una noche, en su casa, hablando de su infancia. Su abuela le enseñó: "F, tú no eres más que nadie. Nadie es más que nadie, independientemente de su procedencia". Quizás aquella noche el vino le nubló aquella lección de vida.
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notas antiguas
- Lo dices por ti?
Florecer en la añoranza, marchitarse en la tierra donde deberían echarse las raíces
Recupérame para tu colección privada
no me importa morir en tu hall de la fama.
Diosas de cera se derriten
al verte fumar en pijama.
Esta es la historia de un dulce pirata
y su tesoro envenenado,
llámame amarga dama.
Nos unía mucho más que una línea de metro
Sibilina como una serpiente putón
El único drama que me gusta es el drama'n'bass, vale? Cuidao.
Donde ansiábamos vivir, íbamos destruyendo. Dame alguna vida, inútil dátil. Dulce artista, vuelve ileso deprisa. Diría antes, volver irrita doblemente.
Existir genera pasados, vivir crea historias. No dejéis que vuestros recuerdos sean mejores que vuestros sueños.
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lovebirds
Hoy, en la piscina, los he vuelto a ver. Llovía y yo estaba metida en el jacuzzi, sofocándome de cuello para abajo y disfrutando de la brisa y las gotas tropicales. Uno de los lovebirds volaba con las dificultades que solo un ave conoce: el agua moja, las plumas pesan, y por mucho que los huesos sean huecos, luchar por ascender es una batalla perdida contra las circunstancias. Pero, maravillosamente, no. Lo intentó dos veces y logró echar a un cuervo de los grandes que descansaba en una farola. Enfrente, su mujer hostigaba con caídas en picado a un pequeño grajo. Se movía como una abeja, o quizás como aquel colibrí verde, mágico, que confundí con un abejorro por su tamaño diminuto en el parque de los Twin Peaks. Es increíble la sensación consciente de saber que estás grabando un momento en tu memoria. Lo vi apenas levitando, ingrávido, a unos 15 centímetros de mi cuerpo, y recordé el momento infantil en el que aparecía un pokémon salvaje y raro en mi GameBoy. Esa es mi infancia: videojuegos y animales con alas.
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Paseo
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la grande bellezza
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