sábado, 31 de diciembre de 2016 a las 16:15
Últimamente llego al 31 de diciembre pensando "qué año tan raro", pero nunca concluyo que ha sido genial, o que ha sido una mierda. La vida no es eso, ni un camino de rosas ni una angustia constante. Estos 12 meses de 2016, a mí sobre todo me ha tocado decidir: lo que quiero y lo que no. Yo soy de las de crear oportunidades para que ocurran cosas, y tantas que han ocurrido. Me he divertido con todos mis planes y sueños; y si no han podido cumplirse aún, los dejo en reserva. Lo que tengo claro es que termino el año feliz, sonriente, estando donde quiero estar. Y ese también es un gran plan.
martes, 6 de diciembre de 2016 a las 20:33
llega la noche en que
las lágrimas se han secado
y cuanto más grande el océano
menos te importa su tamaño
a las 4:05
Camino sola, de madrugada.
El neón frío baña mi cara.
Los tacones rebotan
                                  en las fachadas.
 Y yo sigo sin sentir nada.

 Quizás el propósito
                               de todo este daño,
de los desengaños,
fuera estar preparada
para tu llegada.

pero no sé dónde andas
incluso si existes
y si no te distingo
ya no me importa
                            nada.
jueves, 24 de noviembre de 2016 a las 23:30
Al final era cierto eso que decían,
el tiempo lo cura todo.

el tiempo te curte
hasta que tu piel es dura,
y todo resbala y rebota
las balas y las lágrimas
la indiferencia y la ternura

y un día te preguntas
si alguna noche se termina
esta sucesión de horas
de esperas, esperanzas
y desesperaciones juntas.

cuando no te enamoras
todo es amarga chusta,
aceite sucio, vacía boca
que se llena de inquina
con las sonrisas ajenas.

pero si te enamoras
el nido parece jaula,
la pasión te vuelve loca,
no hay respuesta nunca
para una pregunta tragada.
martes, 19 de julio de 2016 a las 2:02
Él la miraba con el corazón abierto y los ojos cerrados; como quien solo concibe la bondad más genuina para moverse por el mundo, a pesar de las sombras que se ciernen sobre cada esquina. "Hacía tiempo que no sentía retumbarme el pecho así", le dijo ella, cediendo por fin a aquella música ensordecedora. "Ojalá lo hubiera sabido entonces", añadió. Pero ya era tarde.
martes, 21 de junio de 2016 a las 1:55
Hace un año aún estaba en el país donde la naturaleza es salvaje. Los humanos llevan armas a las que intentan domar durante la fracción de segundo que dura un retroceso. Los caimanes vigilan a los humanos asomando sus ojos mezquinos a ras del agua. Yo no me había dado cuenta de todo aquello hasta que oí las balas caer y al animal bramar desde las profundidades de su cuerpo de dos metros. Me lo tuvo que decir un diplomático por teléfono, la naturaleza aquí es salvaje. En Europa la hemos educado, plantamos jardines urbanos, parques, talamos los árboles y no dejamos que la maleza se descontrole. Allá la mala hierba nunca muere. Ni en el desierto de Arizona, donde las mañanas de cactus y acantilados funden sus colores bajo un sol de justicia y desaparecen bajo la bruma al atardecer. Ni en las bahías de Florida, donde los huracanes imponen su ley húmeda, impasibles, hasta que las lágrimas de la naturaleza nutren la tierra ahogada entre rascacielos. Hace un año estaba allí, y ahora no sé dónde estoy.
viernes, 3 de junio de 2016 a las 0:23
Le habían dicho que la vida no era un camino de rosas, pero tampoco se alejaba mucho. De vez en cuando pisaba espinas que se le clavaban más y más al continuar. No se amaba igual a los 15, que a los 18, que a los 25. Su amor adolescente se había despilfarrado en vano. Recordó sus páginas de diario, escritas con la excitación de quien comienza algo. Por aquel entonces, contaba inconscientemente las horas y los días desde que había transcurrido un beso. Las sensaciones y las miradas codificadas que adquirían nuevos significados tras el lenguaje de la intimidad. La intimidad. Los cristales de un coche empañados al amanecer, la impaciencia camuflada de buenas intenciones. Le dolían tanto las espinas...

malta

lunes, 25 de abril de 2016 a las 0:52
Era verano, la estación perfecta para estar sola y soltera por primera vez en mi vida adulta. Aquel día visitábamos otra de las tropecientas playas que poblaban Malta y, en concreto, una que gozaba del dudoso honor de haber acogido el rodaje de Piratas del Caribe. Yo tenía 19 años, más curvas que una carretera gallega y la ingenuidad de una adolescencia prolongada. Estaba en el agua, salpicando ideas, mirando a lo lejos a los buitres de diferentes nacionalidades que venían con mi grupo y socializando con mis dos nuevas amigas, dos asturianas, músicas, a las que imaginaba sabias y unidas por una amistad con la que yo solo podía soñar a aquellas tiernas alturas de mi vida. Nos estábamos divirtiendo aquella agua cristalina, subidas a una colchoneta, cuando sentimos la quietud que precede a la tragedia.

El barullo general enmudeció lo suficiente como para que se escuchara la llamada de auxilio de una mujer mayor que se estaba bañando unos metros hacia adentro con los que, asumí, eran sus descendientes. Nos pidieron la colchoneta y, con el desconcierto de quien no sabe qué ocurre, se la ofrecimos. Mientras observaba la secuencia como si se tratara de una película, a una distancia prudencial, pude escuchar que la señora decía "I can't breathe" una vez tras otra. Pero no se estaba ahogando en el mar. Era su cuerpo quien la ahogaba.

Avanzó hasta la orilla acompañada, repitiendo con desesperación que no podía respirar. Nadie parecía moverse en la playa, solo observaban a la desafortunada protagonista. Inquieta, salí del agua y me dirigí a una caseta de vigilancia cercana, donde un socorrista perdía el tiempo, ajeno a los peligros que acechan a las personas fuera del mar. Le dije que una mujer se estaba ahogando y que debía reaccionar cuando antes. Mi memoria dice, con reticencias, que el chaval me dio alguna excusa para seguir allí plantado.

Para cuando llegó la ayuda, quedaba poco por hacer para salvar aquella vida anciana. La mujer estaba tumbada allí, con las olas muriendo a su lado mientras también ella se desvanecía a orillas de algún lugar infinito. "I can't breathe". Le hicieron CPR e intentaron reanimarla. De nuevo, la memoria, que intenta evitarnos el miedo permanente a la muerte, me hace dudar si presencié cómo su cuerpo se sacudía bajo el impulso de un desfibrilador portátil.

Lo último que recuerdo es el llanto desconsolado de un familiar, su absoluta soledad en una playa rebosante de bañistas, su dolor roto junto a aquel papel plateado que fútilmente retenía la tibieza del cuerpo ya inerte. La vida que se le escapaba al ser amado, a aquella persona que no sospechaba que iba a morir en una playa de Malta cuando se levantó por la mañana, hacía unas horas.

Hay momentos que perduran en la memoria, aunque las caras se desdibujen y se hayan diseminado las palabras en el olvido. Y hay sensaciones que todavía hacen temblar el cuerpo aunque pasen los años; las posibilidades perdidas, esos pasados a los que se asoma el corazón y que nos remueven con el vértigo de la insignificancia humana, de la rapidez con la que pasa todo, y la conciencia de lo poco -y mucho- que podemos hacer mientras seguimos respirando.

Solo le vi la pierna

sábado, 16 de abril de 2016 a las 19:57
Fue cuestión de minutos, quizás segundos. Yo estaba a punto de salir por la puerta cuando Dani se sentó a calzarse y dijo que iba a bajar la basura. Lo esperé. Abajo, enfrente del contenedor, nos despedimos y caminé todo recto, una manzana, hasta que me topé con varias personas que parecían desconcertadas. No avancé más allá, me quedé en la esquina intentando averiguar qué ocurría. Un instituto de ladrillo rojo ocupaba el bloque, y a su entrada parecía haber una mujer tumbada. Solo le vi la pierna. “Se habrá desmayado”, pensé. Entonces vi que un niño amarrado a su bicicleta estaba llorando.

El niño, con unos enormes ojos verdes enrojecidos, dijo que otra mujer había salido disparada como una bala con el bolso de la que yacía en el suelo. En ese momento, distinguí un cuchillo junto a la pierna de la mujer. La habían apuñalado cerca del corazón tras forcejear por el bolso, relató el agitado padre del chaval. Y se estaba desangrando mientras pedía ayuda débilmente, tendida en las escaleras de un instituto, a escasos metros de un parque. Una viandante había tenido el valor suficiente para acudir en su auxilio y taponarle la herida mientras las diez u once personas que allí habíamos coincidido azarosamente nos preguntábamos cuánto más tardaría la ambulancia.

Al cabo de un minuto o dos, que transcurrieron a la lenta velocidad del horror, un vehículo de atención hospitalaria rutinario se paró en el semáforo. El conductor dijo que acudían a la llamada de un hogar, pero fue por todos convenido que las heridas a pecho abierto corren más prisa que los achaques. Un médico sudamericano salió con un rudimentario maletín al encuentro de aquella mujer de la que yo solo veía un pantalón negro y una bota marrón, sufriendo al otro lado de un montón de ladrillos rojos. Uno de los hombres que habían llamado a la ambulancia hablaba por el móvil de la víctima con algún familiar de esta. La carcasa estaba manchada de sangre.

Era obvio que un sanitario de guardia no tenía los medios suficientes para salvar a aquella mujer, y la impaciencia empezaba a crispar aquel chaflán cualquiera del barrio de Patraix. Cuando me decidí a alejarme fue cuando escuché, por fin, una sirena teñida de azul. Desde el fondo de la calle avanzaba un coche de policía casi sin saber bien por dónde meterse. Braceé e hice señas para que acudieran al fatídico lugar, al punto de inflexión de la vida de aquella mujer que caminaba tranquila con su hijo un sábado por la tarde a las 18.30.

Y cuando pararon el coche y escuché el eco de la ambulancia desafiando al tráfico para salvar una vida, entonces sí, desaparecí con la congoja en el pecho. La congoja de haber visto solo la pierna de aquella mujer; la impotencia de no haber podido hacer nada por ella, y el miedo de haber bajado unos minutos antes a la calle y haberme topado con una mujer que escondía un cuchillo y la desesperación suficiente para matar por un bolso lleno de incógnitas.
lunes, 11 de enero de 2016 a las 17:53
Se ha ido David Bowie y estoy extrañamente triste. Nunca he sido fan de Bowie, tampoco me sé los nombres de todos sus discos, y no me preguntéis por sus canciones, porque sólo puedo contar con los dedos de una mano. Sin embargo, siempre había estado ahí. A mis padres les gustaba (razón por la cual, probablemente, no soy fan) y eso lo hacía atemporal, como todas esas cosas que no son de nuestra generación pero siguen vivas cuando los demás hablan de ellas. David Bowie era inmortal. Y, sin embargo, se ha ido. Y la tristeza es extraña, porque se ha ido y sé que no lo he disfrutado mientras podía, no tanto como hubiera querido. Es la misma tristeza extraña que me invade al pasar por delante del Standby y ver que han cambiado su rótulo. He ido al Standby en contadas veces. He acabado noches al entrar ahí y he empezado días al salir. El Standby ha sido el comienzo y el final de muchas cosas, sus pilares me han visto vivir mil sensaciones y sus suelos desperdiciar mil cervezas. Sus paredes me han oído cantar a gritos la canción de Extremoduro de turno y criticar que pusieran una de Melendi al minuto siguiente. El Standby siempre estaba ahí, y siempre podía ir, pero no fui tanto como hubiera querido. Y ahora ya no está. Se cierran sus puertas como se cierra una etapa.

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