Temblor

domingo, 27 de junio de 2010 a las 3:39
Estaba tumbada junto a él. Sabía que él la deseaba, pero nada en su cuerpo lo indicaba, ni gestos, ni expresión. Tan sólo un leve temblor en la voz cuando dijo:
- No me lo puedo creer.
Habían pasado meses desde aquello que no fue. Un no ser que, quizás, pasados unos minutos, sería. Ella intento aliviar la tensión repitiendo esas palabras que le hubiera gustado oír en otras ocasiones, aunque correspondían más bien al rol masculino.
- No te preocupes. - él giró la cabeza sobre la almohada, dejando de mirar al techo y sumergiéndose en su mirada - No tienes por qué hacer nada que no quieras...
No gesticuló, tan sólo le ofreció la oscura profundidad de sus ojos otra vez. Ella sonrió con una timidez nueva, esa timidez que desplaza a la experiencia, que deja a una desnuda aunque esté vestida. Su silencio la ruborizó.
- Hay algo que sí me gustaría hacer. Algo que llevo mucho tiempo imaginando.
Sus cuerpos, hundidos sobre el colchón, formaban dos largas letras ese que no llegaban a tocarse, aunque la una se reflejaba en la otra. Bastaba un movimiento de uno para que el otro respondiera de forma simétrica.
- A lo mejor es el momento de convertir esa imaginación en un recuerdo. - él se mantuvo inmóvil - ¿Qué es?
- Me encantaría besarte.
Escuchar esas palabras de su boca surtió un efecto burbujeante en sus piernas. Intentó no moverse un ápice, mostrando tanta entereza como él, pero irremediablemente, su pie cobró vida propia y se movió en círculos. Los círculos describieron una trayectoria en bucle, como su propia historia, el acercarse y alejarse, siempre alcanzando un punto de tangencia, de conexión. Rozó su piel. Durante unos eternos segundos, un puente se materializó entre sus retinas, una sincronización tal, que los dos estaban seguros de haber grabado a fuego esos instantes en la mente. Y los dos sabían que grabarían los siguientes.
Ella quiso responderle que podía hacerlo, pero antes de emitir ningún sonido, siguió el instinto y se acercó a él, a su cara, a su pecho, a su calor.
Bastó una respiración para que él deslizara el brazo por su cintura, y ella los dedos por su pelo. Meses y kilómetros de separación se habían convertido en un aquí y ahora, en un presente dulce como el beso que él deseaba.

Unas horas después, sucumbieron al sueño y el cansancio juntos, abrazados. Él sonreía. Aquello que no fue, por fin era. Y aquellas fantasías continuaban en su cabeza, pero ahora la tersura de su piel, la luz de su sonrisa, los susurros entrecortados... estaban dibujados en su recuerdo, para siempre.

arena

sábado, 15 de mayo de 2010 a las 0:04
Y nunca lo sabrás porque te has perdido los momentos en los que más necesitaba cariño, te ausentabas ya incluso en aquellos primeros meses, donde todavía está fresca la sensación de verte y sentir mariposas en el estómago. Aquellos primeros momentos que la magia del enamorarse graba en la memoria. Y no estuviste, y no los tuvimos. Y a veces me pregunto si todo esto no será un castillo de arena, que creemos que es fuerte y firme por fuera pero en unas cuantas mareas y brisas de mar se derrumbará.
Y tengo miedo, porque dentro de ese castillo he depositado toda mi confianza, toda mi esperanza y mi amor, y los guardé dentro, bien inaccesibles a cualquier otro que no fueses tú, porque es un tesoro que solo va dirigido a una persona, un cofre de oro que no se puede abrir sin llave. Esa llave, lo sabes, es tu sonrisa.
Y si nuestro castillo de arena se derrumba, sólo quedará un tesoro abandonado, solitario entre las ruinas de lo que fuimos, y sin ninguna posibilidad de volver a ser abierto por nadie... porque ya no habrá sonrisas, ni tuyas, ni mias.

en el bus

lunes, 8 de marzo de 2010 a las 19:29
Vas sola en el autobús, leyendo tu libro sin prestar atención a nada más. Ni ventanilla, ni señora sentada al lado, ni problemas que te desconcentran en clase. Y, de repente, levantas la vista y te sobreviene un calor sofocante, de ese que sientes cómo te sube la temperatura por el cuello. Después los ojos se te llenan de lágrimas, pero no sueltas ni una, porque has entrenado a tu mente en eso de disuadirla de hacerte boicot. En lugar de soltar las lágrimas, el universo se alía para que físicamente caigan en otro sitio, y justo donde se ha parado el autobús miras al suelo y están empezando a caer unas enormes gotas, de alguna señora que está regando, pero no importa, porque son lágrimas que caen del cielo, ahorrándote tener que retocarte el rímel cuando llegues a tu casa y veas tu triste reflejo en el cuarto de baño.
Tienes ganas de llorar y patalear, sí, pero te aguantas, como aguanta estoicamente posando ese chico del anuncio de H&M junto al que se ha parado ahora el bus. Tragas saliva, notas ese nudo en la garganta que todavía no has logrado controlar pero que al menos nadie puede ver, y te aguantas. Le echas un par, y te aguantas. Como el resto de los mortales. Te aguantas.

Oro líquido

miércoles, 17 de febrero de 2010 a las 0:20
Pasen los años que pasen, durante toda mi existencia, voy a estar verde. No importa cuánto estudie, cuántas veces me caiga, con cuántas piedras tropiece, seguiré estando verde.
Al principio, intentaré ser dura para sobrellevarlo. Mi piel será como una coraza que protege mi corazón y todo lo que llevo dentro, para que nadie pueda traspasarlo y hacerme daño. Poco a poco, con la madurez, casi por inercia, me volveré más blanda, lo sé. A quién le importan las herméticas armaduras cuando ya está acabándose la batalla. No quedará mucho que perder, y puede que alguien consiga conocerme, consiga que me abra, que muestre todo lo que siento, mi interior. Puede que descubra que soy más tierna de lo que parecía por fuera. A veces resbaladiza, otras veces como una suave almohada en la que hundirse y dormir. En un instante efímero, ligeramente menos verde de lo que he estado nunca.

Pero si, en ese momento, alguien ataca de improviso y llega a mi corazón, atravesándolo y rompiéndolo sin piedad en trozos... me quedaré inmóvil, derrotada. Y mientras la ternura con la que me mostraba se va convirtiendo en una oscura fragilidad; aquel corazón que ocultaba durante todo ese tiempo, ahora destrozado, llorará de pena color carmesí. No habrá jamás nadie lo suficientemente bueno ni sabio para repararlo.
Y finalmente, sólo seré un pobre aguacate cortado por la mitad, destinado inexorablemente a yacer entre canónigos y tomates que se bañan en oro líquido... ese último y lujoso placer que sólo se concede en el Mediterráneo.

Horas bajas

jueves, 11 de febrero de 2010 a las 0:29
El agua verdosa del canal parece un cuadro pintado al óleo. Por detrás de mi pasa un holandés en bici, una bici que quizás dentro de algunos meses esté durmiendo en el fondo de ese mismo canal, con otras que yacen olvidadas ahí abajo desde no se sabe cuándo. Algunos barquitos tienen flores en las ventanas y flotan con gracia, tambaleándose con cada soplo de aire.
Cierro los ojos y dejo que el sol me haga cosquillas en la cara, no voy a ser antipática con él por una vez que se deja ver. Desde mi ventana junto a la Plaza Damm todo parece gris, el suelo, el cielo, yo. Algún viejo que se agacha buscando colillas. Pero después bajo a la calle y ya no es gris. La estatua del centro es blanca, y las vías del tranvía brillan. La gente lleva bolsas de colores, y me entran ganas de irme de compras todo el día y alimentarme de comida rápida del Febo a la vez que alimento sus ingresos.
Los jardines que rodean el Rijksmuseum son verdes. Todo es verde. Me encanta tumbarme y oler la hierba. Otros se la fuman. El otro día fui a un mercadillo cerca del Barrio Rojo y un hombre vino, me cogió la mano, la miró mientras murmuraba algo y se fue. Quizás predijo que pasado un tiempo estaría muy lejos, en España, echando de menos las calles de adoquines por las que camina todos los días. Creo que hubiera acertado en su predicción. Algún día volveré a pisar esas calles.

Verde

domingo, 24 de enero de 2010 a las 23:45
-Pero... ¿tú me quieres?

Ella le soltó la mano.

-Mírame a la cara. ¿Ves esta sonrisa? ¿Ves estos ojos? ¿Qué te dicen?
Yo no me veo, pero siento que mi sonrisa tiene vida propia, que mis labios tiemblan cuando te acercas a los míos. Mis ojos parece que se abran más, como si viera el mundo desde otra perspectiva, como si no quisiera perderme ningún detalle, apreciar todos los ángulos de esta habitación en la que estamos. Siento que hay más luz que nunca.
Los hombros no me pesan, y cuando tengo un rato libre, en vez de poner la tele y olvidar lo que estaba haciendo, pongo la tele y suspiro al imaginarme que podrías estar sentado conmigo, acariciándome el pelo. Unas veces terminamos sin ropa en el sofá, otras me duermo en tu regazo. La tele sigue encendida y tus piernas me dan calor, y tú estás en silencio para que no me despierte. Tengo los ojos cerrados, pero mi mirada sonríe, igual que la tuya.
Cuando me levanto el sábado por la mañana temprano, contemplo los árboles del balcón, y el sol tiñe sus rayos de verde al atravesar las hojas. Mi mente vuela contigo, y siento que estoy tumbada en la hierba junto a ti en algún lugar tranquilo, mirando el cielo azul desde la sombra que nos dan los árboles. No hay nadie alrededor, solo tú, yo y la naturaleza. Me acurruco y miro tu ojo, que me mira. Y sonrío a tu sonrisa que me sonríe. Tu pelo es suave, y tu piel reluce.

Él volvió a cogerle la mano.


- A veces, simplemente me recreo en la imagen de nosotros así, cerca, en nuestra burbuja. Y en lo mucho que me gusta que tu piel toque la mía. Que mis dedos se entrelacen con los tuyos. Me encantaría que el tiempo se detuviera cuando me coges de la mano y me miras como sólo tú lo haces. Ese segundo en el que me doy cuenta de lo feliz que soy...

- ¿Así?

Y, sin soltarle la mano, la miró a los ojos.

-Así.
domingo, 3 de enero de 2010 a las 20:28
Se relamía distraída mientras miraba por la ventana. La nata sabía mucho más dulce cada vez que sus ojos se iban tras algún chico que pasaba, sin saber que estaba siendo observado. Enfrente había una cafetería, y cuando ella se sentó en su sillón, reparó en dos señoras que charlaban animadamente al otro lado, ajenas a lo que ocurría alrededor. El cristal de aquella cafetería hacía las veces de burbuja en la que se aislaban, no una ni dos tardes a la semana, sino probablemente más. Su vida ya había llegado al clímax, y no tenían cosas interesantes en que invertir su tiempo. O quizás es que su físico ya no les permitía realizar las cosas interesantes que hubieran deseado.
Sea como fuere, allí se sentaban las señoras. Piernas cruzadas, café, pulseras de oro y peinados de peluquería de esos que se mantienen desde las 9 de la mañana. En cambio, ella estaba sola. Sorbía la pajita en silencio, conversando con ella misma. No creía que los diálogos de aquellas mujeres fueran más interesantes que los suyos propios.

Encima de la mesa tenía una libreta en blanco. Hace tiempo, el papel en blanco le habría parecido un manjar. Una deliciosa libreta de nata sobre la que se hubiera abalanzado, que hubiera devorado con avidez. Por su imaginación correteaban imágenes, sonidos y letras, que ella dibujaba con el boli respetando los márgenes y las reglas de ortografía.
Sin embargo, esa hoja en blanco era difícil. No le daba ganas de comer. Tenía tema libre para rellenarla, ni siquiera se le exigía respeto por nada, podría escribir de izquierda a derecha o en apaisado, si le apetecía. Era completamente libre para hacerlo como quisiera. Y eso la bloqueaba.
No tenía por dónde coger la hoja, por dónde empezarla. Así que la arrancó, la hizo una bola y la dejó encima de la mesa.

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