Las calles que llevaban a aquel último piso eran mi alegría. A menudo pensaba que estaba en Brasil, donde las calles bañadas con el sosiego de primera hora de la tarde duermen. Yo las atravesaba con las ganas en la lengua y las piernas perezosas. Esperaba el semáforo adivinando aquel atisbo de su calle. Se me hacía eterno. Después, cruzaba y aquellos veinte segundos siempre miraba hacia arriba. Solo una vez lo cacé esperándome, pero bastó para convertirlo en un esquema. Iba, me abría, me desesperaba. Esperaba frente a la gran puerta verde en aquel callejón, tarde o noche. Hombre de bares, de versos y de humo, me atrapaba cuando quería pero me hacía sentir libre.
La libertad, arma de doble filo que un día resquebrajó aquella foto bucólica. Mistela, una simple acera y las raíces. Todo queda en casa, todo quedó en casa. Grité, lloré, volví a ser una niña. Y los silencios fueron reemplazando las palabras. Las palabras hacían eco en aquellas cuatro paredes, interrumpidas por algún que otro maullido. Los instintos animales no se pueden aplacar con raciocinio. Pero el silencio se extendió, lo cubrió todo con una pegajosidad estival.
La desesperación, las lágrimas, los nudos en la garganta ahogaron la utopía. Me lancé a los veintidós y caí en una piscina vacía. Una distopía, un lugar al que nunca habría querido llegar. Aquel lugar ideal, aquella escapada con vistas al mar y arena dorada no existía. Un recuerdo unilateral, un futurible abortado y despreciado. No había ya amor, si es que lo hubo.
Tragué saliva, miré atrás y no volví a pisar Brasil. Nos volvimos a ver en otros lugares, entre otras cuatro paredes, con los mismos instintos animales. Cada vez más salvajes, más feroces. Ninguno se dejó domar. Las aves migratorias no tienen un hogar fijo. Volé hacia el ocaso en busca de un lugar ideal. Quizás nos crucemos, algún día, o alguna noche. La atracción fatal entre felino y plumaje es el cuento de nunca acabar...
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