Cuando me quise dar cuenta, estaba a más cerca de los 23 que de los 22. Llevaba 6 meses viviendo en Holanda, había cambiado aquella carrera con salida por escribir. Aquel novio de toda la vida que se marchó a Estocolmo era hoy un brillante ingeniero trotamundos al que comprendía a pesar de su complejidad. Y, a pesar de todo, yo había vuelto a creer en las relaciones a distancia gracias a un danés de preciosos ojos (del mismo color que su opción política).
Aparté la vista del Manet y continué con mi búsqueda de trabajo. Contra todo pronóstico.
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