Solo le vi la pierna

sábado, 16 de abril de 2016 a las 19:57
Fue cuestión de minutos, quizás segundos. Yo estaba a punto de salir por la puerta cuando Dani se sentó a calzarse y dijo que iba a bajar la basura. Lo esperé. Abajo, enfrente del contenedor, nos despedimos y caminé todo recto, una manzana, hasta que me topé con varias personas que parecían desconcertadas. No avancé más allá, me quedé en la esquina intentando averiguar qué ocurría. Un instituto de ladrillo rojo ocupaba el bloque, y a su entrada parecía haber una mujer tumbada. Solo le vi la pierna. “Se habrá desmayado”, pensé. Entonces vi que un niño amarrado a su bicicleta estaba llorando.

El niño, con unos enormes ojos verdes enrojecidos, dijo que otra mujer había salido disparada como una bala con el bolso de la que yacía en el suelo. En ese momento, distinguí un cuchillo junto a la pierna de la mujer. La habían apuñalado cerca del corazón tras forcejear por el bolso, relató el agitado padre del chaval. Y se estaba desangrando mientras pedía ayuda débilmente, tendida en las escaleras de un instituto, a escasos metros de un parque. Una viandante había tenido el valor suficiente para acudir en su auxilio y taponarle la herida mientras las diez u once personas que allí habíamos coincidido azarosamente nos preguntábamos cuánto más tardaría la ambulancia.

Al cabo de un minuto o dos, que transcurrieron a la lenta velocidad del horror, un vehículo de atención hospitalaria rutinario se paró en el semáforo. El conductor dijo que acudían a la llamada de un hogar, pero fue por todos convenido que las heridas a pecho abierto corren más prisa que los achaques. Un médico sudamericano salió con un rudimentario maletín al encuentro de aquella mujer de la que yo solo veía un pantalón negro y una bota marrón, sufriendo al otro lado de un montón de ladrillos rojos. Uno de los hombres que habían llamado a la ambulancia hablaba por el móvil de la víctima con algún familiar de esta. La carcasa estaba manchada de sangre.

Era obvio que un sanitario de guardia no tenía los medios suficientes para salvar a aquella mujer, y la impaciencia empezaba a crispar aquel chaflán cualquiera del barrio de Patraix. Cuando me decidí a alejarme fue cuando escuché, por fin, una sirena teñida de azul. Desde el fondo de la calle avanzaba un coche de policía casi sin saber bien por dónde meterse. Braceé e hice señas para que acudieran al fatídico lugar, al punto de inflexión de la vida de aquella mujer que caminaba tranquila con su hijo un sábado por la tarde a las 18.30.

Y cuando pararon el coche y escuché el eco de la ambulancia desafiando al tráfico para salvar una vida, entonces sí, desaparecí con la congoja en el pecho. La congoja de haber visto solo la pierna de aquella mujer; la impotencia de no haber podido hacer nada por ella, y el miedo de haber bajado unos minutos antes a la calle y haberme topado con una mujer que escondía un cuchillo y la desesperación suficiente para matar por un bolso lleno de incógnitas.

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