el camarero

jueves, 20 de agosto de 2015 a las 17:28
En todas las guías que había leído ponía que, si bien todos los restaurantes -y no solo los restaurantes- en Estados Unidos esperaban una generosa propina, cuando una no estaba para nada satisfecha con el servicio no había que dudar: el "tip" no se dejaba en esa circunstancia.

Era un invierno cálido del trópico y yo salía con un grupo de gente que apenas acababa de conocer. Fuimos a un barrio que en los últimos años se había elevado a la categoría de hipster gracias a la apertura de galerías de arte y a los estéticos graffitti que decoraban las antes grises paredes de cada bloque. Los colores y la belleza convertían a Wynwood en un oasis de modernidad en el olvidado y empobrecido Midtown, y no era aconsejable traspasar la línea invisible que lo delimitaba.

Fuimos a parar a un bar al estilo "biergarten" y para mis adentros pensé, decepcionada, que para eso ya había estado en Berlín. Pero seguí a la manada, que se cambió varias veces de mesa hasta recalar en la terraza. Una vez sentados, los dos chicos que llevaban la voz cantante comentaron que ya conocían el lugar y que estaba muy bien. Esos dos hombres que, por menos o por más, rondaban la redonda edad de 30 años, reunían juntos más patrimonio del que yo amasaré en mi vida. Uno, de buena cuna madrileña, salía con una chiquilla de pueblo que apenas superaba los 20 años, un capricho que chocaba con las expectativas de alta alcurnia de su familia. El otro se había independizado a la misma edad que yo me despegaba de la GameBoy y se había criado lejos de sus padres en las principales capitales españolas, yendo a veranear a su pueblo natal, Ibiza, y disfrutando de su libertad sexual y social con celebridades a las que el resto solo podemos tocar en papel de revista.

Cada uno pidió su plato. En un intento de fusión germanoestadounidense, allí se servían tanto hamburguesas como salchichas, sin olvidar el sauerkraut. Tardaron bastante en sacar los platos, por lo que algunos tuvimos que esperar. Fue en aquella espera cuando se me hizo patente mi falta de pertenencia al grupo, que más adelante cristalizaría en un abandono total. Yo no era como ellos, y ellos no eran como yo. El que se había criado lejos de su casa y, por ende, tenía más cualidades cosmopolitas, llamó la atención del camarero. No estaba contento con su plato -uno de los más caros- y no se iba a limitar a tragar. Señaló todo lo que no le gustaba -el punto, el aspecto, el acompañamiento- y su tono entre enfadado y asqueado me hizo empatizar con el pobre camarero, que aguantaba estoicamente. Finalmente, el chaval le propuso pedir otro plato. El hombre pidió el solomillo más caro de la carta, que sumado al vino -siempre pedía vino, le venía de familia- ascendió a un precio que me hizo revolverme en mi silla. Bebió con arrogancia mientras se llevaban su insatisfacción emplatada.

Otra de las integrantes del grupo, de mi misma procedencia y más de clase media que yo, si cabe, sí pertenecía al grupo, o quería pertenecer a toda costa. Era una de esas personas que tienen intolerancias, o eso dicen, a determinados tipos de comida. No recuerdo lo que pidió, pero al verlo en el plato adoptó su habitual cara de disgusto fino y anunció que también cambiaría su plato. El camarero, pobre de él, volvió a recibir un varapalo. A mí me sirvieron lo que había pedido y, aunque no tenía el mismo aspecto que cuando mi abuela cocina, lo acepté y me lo comí de buena gana. La cena y la conversación siguieron hasta que los platos estuvieron vacíos. Por lo menos, el mío.

Cuando llegó el momento de pagar y cada uno pidió su factura, volví a revolverme en la silla. Tanto el hombre como la chica habían decidido no dejar propina. En el caso del hombre me resultó más obsceno aún, si eso era posible, puesto que la propina era proporcional al montante -ya bastante alto-. Se justificaron diciendo que el servicio había sido pésimo. Yo dejé mi propina habitual. Nos levantamos y antes de marcharnos, el camarero volvió. Yo sentí vergüenza ajena. No por él, sino por aquellos dos. Dijo que faltaban propinas, y que sin ellas el cocinero y él no ganaban apenas dinero. Pidió que por favor dejaran la propina y volvió a irse, esperando -imagino- que al volver hubiera unos números con los que recompensar sus horas en la cocina de aquel biergarten durante la noche y poder pagar los desorbitados precios del alquiler en Miami.

No le dejaron propina. Antes que en el lugar de aquellas dos personas, yo me había puesto en la piel del chaval que tendría que trabajar más duro al día siguiente y, quizás, soportar la bronca del cocinero y el jefe o, a lo peor, un despido. Cuando pienso en ello, resuenan con eco unas palabras que nos relató aquel hombre una noche, en su casa, hablando de su infancia. Su abuela le enseñó: "F, tú no eres más que nadie. Nadie es más que nadie, independientemente de su procedencia". Quizás aquella noche el vino le nubló aquella lección de vida.

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