El barrio

martes, 9 de septiembre de 2014 a las 2:41
Manu apura la última calada entrecerrando los ojos, lentamente. El extremo del porro se ilumina como un semáforo en rojo: prohibido atropellar ese momento de tensa calma. Sus turbios pensamientos abrazan el oleaje de oxígeno aliñado con veneno, y decenas de gotas saladas salpican las interminables piernas de Lucía. Manu imagina la espuma evaporándose sobre los muslos dorados de la chica que habla por el móvil frente a él. Algunos mechones castaños se derraman sobre su espalda. Continúa recorriendo con la vista su silueta de adolescente hasta el suelo, donde la colilla que acaba de pisar yace a sus pies. Solo es otra mancha negra, indistinguible entre la suciedad que asfalta ese paseo, entre el sinfín de polvo que ha ido cubriendo el barrio con los años hasta ensombrecer incluso su cielo azul. Lucía no se había despegado del móvil en toda la tarde, pero Carlos llevaba una china de diversión en el bolsillo para escapar del tedio de septiembre.

No quedaban muchos días para volver a la rutina de siempre. Madrugar, sentarse en el pupitre y rellenar páginas pautadas copiando lo que decían cuatro libros hasta ganar un aprobado varios meses después. Pero su vida era lo que quedaba fuera de aquellos libros. ¿Qué necesidad había de estudiar las vidas de otros cuando estaba escribiendo la suya propia? Cuando podía elegir a la chica protagonista de entre muchas candidatas, hacer que sus amigos cometieran locuras como si dispusiera de una varita mágica e incluso quemar la página con el fuego de su mechero si no le gustaba el resultado. La vida era lo que ocurría al sonar la campana y dejar la mochila en casa, al bajar al banco del parque y reunirse con Carlos, con Damián, con Luis o Álex. Cualquiera quería sentarse a su lado.

Y él prefería aquel banco a la mesa del salón donde cenaba cada noche, acompañado ocasionalmente. Su madre llegaba tarde de la peluquería donde se mataba a trabajar, y al llegar solo le apetecía comer algo preparado, ver la tele y dormir. No recordaba la última vez que había visto a su padre, quizás dos semanas. A mamá no le gustaba que fumase pero a él le parecía una incoherencia que su madre intentara prohibirle algo que hacía a todas horas. Al salir de casa, al salir del instituto, podía tocar lo que tanto ansiaba: libertad. ¿No se daban cuenta los adultos de que las jaulas solo servían para mantener a las bestias así, como bestias?

Carlos tenía la mirada perdida en la esquina de la calle. Una chica que no conocían la había girado y ahora cruzaba el paso de cebra hacia ellos. "Hasta luego", le dijo. Lucía seguía sin hacer ni puto caso y se iba a hacer la hora de volver a casa. La chica ni lo miró, también andaba absorta en su móvil. ¿Es que ninguna podía hacerle caso? ¿No podían dejar el móvil para otro momento? "¡Fea!", añadió, siguiéndola con la vista. Para su sorpresa, la chica le soltó un "gilipollas". Manu levantó la vista y rápidamente le contestó: "¡Tus muertos!".  Ninguna fea iba a insultar a su amigo e irse de rositas. Por eso todos querían estar con él, por eso Manu era el mejor amigo de sus amigos: los protegía a la vez que podía contar con ellos para lo que quisiera. Pero el telón de la noche cubrió la tarde y otra vez tenía que volver a casa, a cenar algo recalentado al microondas. Y a aguantar otra mañana...

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