lunes, 11 de enero de 2016 a las 17:53
Se ha ido David Bowie y estoy extrañamente triste. Nunca he sido fan de Bowie, tampoco me sé los nombres de todos sus discos, y no me preguntéis por sus canciones, porque sólo puedo contar con los dedos de una mano. Sin embargo, siempre había estado ahí. A mis padres les gustaba (razón por la cual, probablemente, no soy fan) y eso lo hacía atemporal, como todas esas cosas que no son de nuestra generación pero siguen vivas cuando los demás hablan de ellas. David Bowie era inmortal. Y, sin embargo, se ha ido. Y la tristeza es extraña, porque se ha ido y sé que no lo he disfrutado mientras podía, no tanto como hubiera querido. Es la misma tristeza extraña que me invade al pasar por delante del Standby y ver que han cambiado su rótulo. He ido al Standby en contadas veces. He acabado noches al entrar ahí y he empezado días al salir. El Standby ha sido el comienzo y el final de muchas cosas, sus pilares me han visto vivir mil sensaciones y sus suelos desperdiciar mil cervezas. Sus paredes me han oído cantar a gritos la canción de Extremoduro de turno y criticar que pusieran una de Melendi al minuto siguiente. El Standby siempre estaba ahí, y siempre podía ir, pero no fui tanto como hubiera querido. Y ahora ya no está. Se cierran sus puertas como se cierra una etapa.

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