malta

lunes, 25 de abril de 2016 a las 0:52
Era verano, la estación perfecta para estar sola y soltera por primera vez en mi vida adulta. Aquel día visitábamos otra de las tropecientas playas que poblaban Malta y, en concreto, una que gozaba del dudoso honor de haber acogido el rodaje de Piratas del Caribe. Yo tenía 19 años, más curvas que una carretera gallega y la ingenuidad de una adolescencia prolongada. Estaba en el agua, salpicando ideas, mirando a lo lejos a los buitres de diferentes nacionalidades que venían con mi grupo y socializando con mis dos nuevas amigas, dos asturianas, músicas, a las que imaginaba sabias y unidas por una amistad con la que yo solo podía soñar a aquellas tiernas alturas de mi vida. Nos estábamos divirtiendo aquella agua cristalina, subidas a una colchoneta, cuando sentimos la quietud que precede a la tragedia.

El barullo general enmudeció lo suficiente como para que se escuchara la llamada de auxilio de una mujer mayor que se estaba bañando unos metros hacia adentro con los que, asumí, eran sus descendientes. Nos pidieron la colchoneta y, con el desconcierto de quien no sabe qué ocurre, se la ofrecimos. Mientras observaba la secuencia como si se tratara de una película, a una distancia prudencial, pude escuchar que la señora decía "I can't breathe" una vez tras otra. Pero no se estaba ahogando en el mar. Era su cuerpo quien la ahogaba.

Avanzó hasta la orilla acompañada, repitiendo con desesperación que no podía respirar. Nadie parecía moverse en la playa, solo observaban a la desafortunada protagonista. Inquieta, salí del agua y me dirigí a una caseta de vigilancia cercana, donde un socorrista perdía el tiempo, ajeno a los peligros que acechan a las personas fuera del mar. Le dije que una mujer se estaba ahogando y que debía reaccionar cuando antes. Mi memoria dice, con reticencias, que el chaval me dio alguna excusa para seguir allí plantado.

Para cuando llegó la ayuda, quedaba poco por hacer para salvar aquella vida anciana. La mujer estaba tumbada allí, con las olas muriendo a su lado mientras también ella se desvanecía a orillas de algún lugar infinito. "I can't breathe". Le hicieron CPR e intentaron reanimarla. De nuevo, la memoria, que intenta evitarnos el miedo permanente a la muerte, me hace dudar si presencié cómo su cuerpo se sacudía bajo el impulso de un desfibrilador portátil.

Lo último que recuerdo es el llanto desconsolado de un familiar, su absoluta soledad en una playa rebosante de bañistas, su dolor roto junto a aquel papel plateado que fútilmente retenía la tibieza del cuerpo ya inerte. La vida que se le escapaba al ser amado, a aquella persona que no sospechaba que iba a morir en una playa de Malta cuando se levantó por la mañana, hacía unas horas.

Hay momentos que perduran en la memoria, aunque las caras se desdibujen y se hayan diseminado las palabras en el olvido. Y hay sensaciones que todavía hacen temblar el cuerpo aunque pasen los años; las posibilidades perdidas, esos pasados a los que se asoma el corazón y que nos remueven con el vértigo de la insignificancia humana, de la rapidez con la que pasa todo, y la conciencia de lo poco -y mucho- que podemos hacer mientras seguimos respirando.

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