miércoles, 4 de diciembre de 2013 a las 0:18
Una vez, para castigarme por ser tozuda, me llevó al bar más cutre que conocía. Él conocía todos los bares, y todos los bares lo conocían a él aunque nunca los hubiera pisado. Solamente había señores y gente de barrio en aquel lugar, pero la mesa maltratada y aquellas cervezas en copa sabían a España castiza. Me hizo reír, siempre lo conseguía. La noche caía fuera y él no quería darme la mano. ¿O sí? No lo recuerdo. No recuerdo si alguna vez conseguí pasear de la mano con él. Pero no me importa. Recuerdo su mirada y su boca, y su barba, y recuerdo que sólo me sonreían a mí. Recuerdo que me arañaba el alma cada vez que tenía que huir de su casa al amanecer, como una cenicienta trasnochada. Ronroneaba y me pedía que me acurrucase cinco minutos más, pero nunca me quedé, nunca tuve su sexto sentido para saber cuándo está bien y cuándo no. Recuerdo que estuvo bien que un día me llamara por teléfono para decirme "te quiero" a las ocho de la mañana, recuerdo mi cuerpo sonreír por dentro, mis ojos irradiar felicidad, mi alma estallar.

Después recuerdo todo lo que siguió y la sonrisa desaparece, perdida en algún lugar del océano que nos separa. Y solo supe que no estuvo bien cuando ya no había posibilidad de sacarla a flote.

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