Marjolein

lunes, 1 de julio de 2013 a las 18:43
Marjolein era una pija lánguida. Era una de esas chicas de portada de revista que decidían vestir como su madre. Perlas en las orejas, camisa y falda de señora. Maquillaje impoluto y pelo digno de lideresa del Tea Party. Marjolein era todo eso y, además, cuando se sentaba en el metro, evitaba mirar a la gente. Como si solo posar su mirada en ellos fuera a contaminar sus inmaculados pensamientos, como si nadie fuera digno merecedor de su atención. Se sentaba, miraba al suelo -e, inexplicablemente, aún así mantenía el mentón alto de superioridad- y después tecleaba en su móvil, enviándole a alguna de sus amigas de la jet-set el icono de la mierda con ojos en whatsapp.

Marjolein era todo lo contrario a mí, y lo supe desde el segundo día en que convivimos. El primero pareció estar poseída por algún demonio interior que le empujó a relacionarse, reír e incluso sentarse en el suelo con una copa de vino -sujeta, por supuesto, por el cuello para no calentar el caldo con sus esbeltos dedos-. Después de aquella noche, como un oasis en un desierto, se convirtió en una presencia árida y afilada en el pasillo. Rasgaba el aire al pasar, cerraba la puerta con un ruido sordo, como quien intenta disimular a sabiendas de que lo verán.

Lo único que compartíamos Marjolein y yo era la ducha -en la que, por cierto, se atascaban sus finos cabellos rubios- y la pasión por la moda. Pero esto segundo ella no lo sabía: mientras ella lo clamaba a los cuatro vientos, yo me limitaba a navegar por el espacio cibernético en busca de colores y colecciones. Mientras ella se atrevía, yo cosechaba una obsesión secreta. Quién sabe, quizás Marjolein y yo nos encontraríamos en el futuro y nos veríamos forzadas a compartir mesas contiguas en Vogue.

Pero aquel día, pensé, estaba muy lejos. Más para mí que para ella.

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