martes, 21 de junio de 2016 a las 1:55
Hace un año aún estaba en el país donde la naturaleza es salvaje. Los humanos llevan armas a las que intentan domar durante la fracción de segundo que dura un retroceso. Los caimanes vigilan a los humanos asomando sus ojos mezquinos a ras del agua. Yo no me había dado cuenta de todo aquello hasta que oí las balas caer y al animal bramar desde las profundidades de su cuerpo de dos metros. Me lo tuvo que decir un diplomático por teléfono, la naturaleza aquí es salvaje. En Europa la hemos educado, plantamos jardines urbanos, parques, talamos los árboles y no dejamos que la maleza se descontrole. Allá la mala hierba nunca muere. Ni en el desierto de Arizona, donde las mañanas de cactus y acantilados funden sus colores bajo un sol de justicia y desaparecen bajo la bruma al atardecer. Ni en las bahías de Florida, donde los huracanes imponen su ley húmeda, impasibles, hasta que las lágrimas de la naturaleza nutren la tierra ahogada entre rascacielos. Hace un año estaba allí, y ahora no sé dónde estoy.

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