lunes, 15 de diciembre de 2014 a las 1:34
- Lleva un Thierry Miller.
- Mugler, será Mugler - dije desde detrás de mi copa de vino autoservida.
De puertas adentro ocurría todo. Los privilegiados podían probar a tiempo real el jamón ibérico y el queso manchego, después recrearse en el ostentoso solomillo adornado con una ridícula zanahoria, y finalmente morir de gula con la bomba de chocolate y avellana que aguardaba para el postre. Más tarde, en la moviola, nos tocaría a nosotros. Pero primero había que retransmitir desde el pequeño chiringuito montado fuera del salón. Y, por supuesto, la comida era lo de menos.
De vez en cuando aparecía algún alto cargo desorientado y me preguntaba dónde estaba el baño.
- Uy, la verdad es que no lo sé - decía yo, intentando que mi sonrisa conjuntara con mis pendientes de brillantitos de marca blanca.
Cuando las mujeres y los hombres de negocios se trasladaron a la terraza, guiados por los beats atronadores de un DJ jovenzuelo que bebía Mahou junto a su mesa de pezclas Pioneer, ocupamos sus lugares. Inspeccioné el puro Monterrey con el que me obsequiaba la casa.
- A mí estos no me gustan mucho - me dijo el fotógrafo sentado a mi izquierda.
- Yo la última vez que fumé de esto, me dio vomitera - dijo el técnico, un poco más allá.
- ¿Fumar un puro te puede hacer vomitar? - pregunté, inocente e incrédula.
Ellos asintieron con conocimiento de causa, y yo me fié: quién mejor sabría de puros habanos que los propios cubanos. 
Yo, en cambio, ¿qué preciado saber guardaba? Miré el plato de serrano y manchego en el centro de la mesa, relegado a la marginación por un segundo de solomillo. La camarera deambulaba peligrosamente cerca. 
- ¿No os importará que me coma el jamón, verdad?
- Adelante, adelante. Esta noche eres nuestra chica - me dijo con una sonrisa paternal el periodista de mi derecha.
Enrollé, rauda, las lonchitas del manjar español en un palito de pan. No había acabado de degustarlas cuando la camarera, cual buitre hambriento, se lanzó en picado hacia el aperitivo y levantó los triángulos de queso de la mesa, llevándolos hacia un destino fatal.
- Qué pecado - dije.

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