sábado, 29 de marzo de 2014 a las 2:32
Carlos fumaba junto a la ventana. Las cortinas flotaban en el aire, como buscando su figura para acariciarla. Pero no había más que una gran ausencia sentada en su silla de los atardeceres. Una vez escribió un poema mientras me esperaba, fumando, en ese mismo lugar. No recuerdo qué decía. Pero inmediatamente el cielo rosado que él observaba a través del humo invade mis sentidos. Me convierto en él, anhelándome mientras llego. El gato me mira con sus ojos verdes y me pregunta en silencio por qué no le hago caso, a quién espero. A ella, Tarque, la espero a ella.
Me espero bastantes veces más. Me esperaba de noche, me abría las puertas de su casa y las sábanas de su cama. Yo siempre huía al amanecer, como un sueño que recuerdas bello, feliz, al despertar, pero cinco minutos después se ha desvanecido como si nunca hubiera ocurrido. Me tocaba, aunque solo fuera con unos centímetros de su piel. Se fumaba su cigarro de dormir y se dormía. Yo me quedaba despierta, respirando su presencia, inspirándome en la suavidad de su piel desnuda. Lo acariciaba sin que él se diera cuenta, a sus espaldas. Me parecía irreal que mi cabeza estuviera a cinco centímetros de la suya y no fuera capaz de escuchar mis pensamientos gritándole que lo quería, que se despertara y que me prestara atención. A veces la impaciencia me podía y lo zarandeaba hasta que se giraba. Él no se molestaba, me trataba como a una niña pequeña que quiere jugar. Pero no era la hora del recreo, y se volvía a dormir al poco. Y yo volvía a gritarle en silencio que quería que me mirase, que solo me mirase a mi, y que se atreviera a decirme te quiero fuera de aquellas paredes, que me cogiera de la mano y me paseara por las calles, que me sentara a su lado en el bar con sus amigos, que soñara conmigo y con una casa de madera en un bosque remoto.


En el fondo, se atrevió a hacer algunas de esas cosas. Se atrevió a decirlo, a cogerme de la mano, a llevarme a un bar, a hablar de mí. Probablemente también soñó conmigo alguna vez. Pero hoy vive en un bosque remoto, y yo no estoy allí. Mantuvo su palabra: me voy a ir después de verano. Se fue, me fui. Volvimos. Nos volvimos a ir. Rehicimos nuestras vidas, a pesar de haberme deshecho en lágrimas y noches en vela. Me prometí que no más poetas embaucadores porque solo había uno, y era él. Durante un tiempo creía haberlo sepultado, pero su mano invisible surgió de la nada con un papel arrugado con sus poemas y lo eché de menos. Y lo volví a querer, aunque no lo podía tener, aunque nunca lo había tenido.

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