Sobre ruedas

miércoles, 25 de abril de 2012 a las 2:15
Ir en el asiento del conductor conlleva responsabilidades. Tienes todos los sentidos puestos en lo que viene, tanto, que resulta casi imposible hacer otra tarea a la vez. La concentración en las extremidades. La tensión del acelerador bajo el pie. Pulsaciones. Velocidad y freno, ying y yang. Todo bajo control.

A veces miras por el retrovisor. Ahí está siempre, inamovible, el tentador asiento de atrás. Mientras tú te ocupas de todo al frente, eres ajena a la diversión despreocupada, que se tumba o se recuesta. Se ríe, se duerme, se pierde entre ráfagas de serotonina. Paisajes rápidos por la ventanilla a cambio de la eternidad de las rayas blancas del asfalto. Un trueque con truco.

Y entonces, un día decides cambiar. Un pequeño desliz. La adrenalina sigue corriendo por tus venas pero en lugar de estrés, el premio al cruzar la meta es placer. En el asiento de atrás, la percepción del tiempo es diferente. Tu atención se desvía, vuela, ya no vigila un punto de fuga inalcanzable. Y, poco a poco, pierdes el control. Porque desde allí detrás no llegas al freno. Velocidad y cinturón. Negro sobre negro. Asfalto de olor y tacto ásperos. Nada bajo control.

Pero queda otra opción. El asiento del copiloto. Permite más atenciones. Una mano sobre la pierna, miradas furtivas de reojo. Cambiar de emisora en la radio. Leer las señales. Una posición cómoda, responsabilidad limitada. Pero cuando la confianza se rompa, tampoco llegarás al pedal de freno. Velocidad y la fuerza de las palabras. Y al final, un corazón que se para. Un corazón roto, al fin y al cabo.

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