González

jueves, 6 de enero de 2011 a las 18:44
La tímida luz de la mañana se colaba por la única ventana que había. Abrió los ojos y al otro lado de la cama, enredado entre las sábanas, estaba él ya despierto pero inmóvil.
-Puedes quedarte, si quieres.

Ella sonrió y, sin un ápice de somnolencia, se levantó y comenzó a vestirse. Se estaba abrochando la blusa cuando él dijo en voz baja:
-No volveremos a vernos, ¿no?

Ella se giró. El pelo de él, siempre despeinado, reposaba sobre la almohada, y su cara no delataba su impaciencia y necesidad de oír un sí, un nombre o una dirección a la que aferrarse hasta que volviera a verla. Ella rasgó las cuerdas de la guitarra eléctrica con la que la había enamorado temporalmente, durante el concierto de la tarde anterior. El sonido fue inconexo pero armonioso. Apoyó la rodilla sobre la cama, se inclinó y le dijo:
-Si no me olvidas, nos podremos ver incluso en sueños.

Después le dio un ligero beso, se levantó y salió del camerino. Él se quedó mirando la puerta fijamente, evocando la esbelta figura por la que había resbalado horas antes, tras el trance de música, gente y gritos. Le había gustado. No solía compartir la intimidad de aquellas cuatro paredes en las que dormía; tan solo dejaba ese privilegio a las tres guitarras que apoyaban el mástil sobre el gotelé blanco e impersonal. Se propuso no olvidarla, pero después dudó de que tuviera la voluntad suficiente. Volvió a dormirse, pero no soñó con ella.

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