martes, 6 de octubre de 2015 a las 20:38
Soy una maraña de contradicciones donde anidan los cuervos. Cría cuervos y te sacarán los ojos, decían. Cría cuervos y quizás te traigan diamantes robados, pienso yo. Entre toda esta oscuridad animal recuerdo la época en la que visité Aarhus y en un paseo a solas por el jardín exterior del museo de arte contemporáneo. El cielo estaba usualmente encapotado y yo venía de buscar un edificio en el que, a su vez, tenía que buscar a un funcionario y, a través de mis preguntas y del brazo que él me diera a torcer, buscarme un titular. Vagaba distraída y era a la vez plenamente consciente del momento vital que atravesaba cuando reparé en que había elegido una profesión muy solitaria. Me invadió una sensación de desasosiego, de querer volver atrás, a aquel examen de física y química que suspendí y que me quitó las ganas de aguantar la perorata de mis progenitores, eternamente de ciencias. Podría estar todavía a tiempo. Pero no.

La misma soledad pegajosa me acucia si recuerdo aquellas mañanas tropicales en coche, mientras buscaba hoteles en los que nunca me podré alojar en Miami Beach. O la vuelta a mi apartamento, ya de noche y dejando atrás la redacción vacía y perezosa. También cuando subo mentalmente los escalones que llevaban a una azotea con el suelo de parquet en el centro de Valencia. Allí, por sorpresa, encontré a un profesor que también era periodista y que me guió como a una aprendiz. Me presentó a las personas que eran noticia. Creo que aquella fue la primera y última vez que no me sentí sola al lanzarme a los leones.

Y, sin embargo, la desidia se me come cuando ya no estoy sola. Cuando no puedo estarlo. Cuando es la norma pasar todas las horas -siempre demasiadas- bañándome en la luz de neón de una oficina alejada de las preocupaciones mundanas que se constituye en su estado propio, si cabe. Con sus jerarquías y sus salvaguardas, y sus ritos, por los que has de pasar sin excusa. Hay días en los que echo de menos la soledad de aquello que un día quise ser, y todos los días desde entonces sueño como un imposible. Soy una escritora atrapada en la contradicción del no pertenecer, no querer, no ser. Pero, al menos, no estoy todavía demasiado paralizada como para dejar de alimentar a mis cuervos. Total, me parece tan buena opción dejar de ver lo que me rodea como dedicarme a coleccionar diamantes.

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