Fue cuestión de minutos, quizás segundos. Yo estaba a punto
de salir por la puerta cuando Dani se sentó a calzarse y dijo que iba a bajar
la basura. Lo esperé. Abajo, enfrente del contenedor, nos despedimos y caminé todo recto, una manzana, hasta que me topé con varias personas que
parecían desconcertadas. No avancé más allá, me quedé en la esquina intentando
averiguar qué ocurría. Un instituto de ladrillo rojo ocupaba el bloque, y a su
entrada parecía haber una mujer tumbada. Solo le vi la pierna. “Se habrá
desmayado”, pensé. Entonces vi que un niño amarrado a su bicicleta estaba
llorando.
El niño, con unos enormes ojos verdes enrojecidos, dijo que otra mujer había salido disparada como una
bala con el bolso de la que yacía en el suelo. En ese momento, distinguí un cuchillo junto a la pierna de la mujer. La habían apuñalado cerca del corazón
tras forcejear por el bolso, relató el agitado padre del chaval. Y se estaba
desangrando mientras pedía ayuda débilmente, tendida en las escaleras de un
instituto, a escasos metros de un parque. Una viandante había tenido el valor
suficiente para acudir en su auxilio y taponarle la herida mientras las diez u
once personas que allí habíamos coincidido azarosamente nos preguntábamos
cuánto más tardaría la ambulancia.
Al cabo de un minuto o dos, que transcurrieron a la lenta
velocidad del horror, un vehículo de atención hospitalaria rutinario se paró en
el semáforo. El conductor dijo que acudían a la llamada de un hogar, pero fue por todos convenido que las
heridas a pecho abierto corren más prisa que los achaques. Un médico
sudamericano salió con un rudimentario maletín al encuentro de aquella mujer de
la que yo solo veía un pantalón negro y una bota marrón, sufriendo al otro lado de un montón de ladrillos rojos. Uno de los hombres que habían llamado a la ambulancia hablaba por el
móvil de la víctima con algún familiar de esta. La carcasa estaba manchada de
sangre.
Era obvio que un sanitario de guardia no tenía los medios
suficientes para salvar a aquella mujer, y la impaciencia empezaba a crispar
aquel chaflán cualquiera del barrio de Patraix. Cuando me decidí a alejarme fue
cuando escuché, por fin, una sirena teñida de azul. Desde el fondo de la calle avanzaba un coche de
policía casi sin saber bien por dónde meterse. Braceé e hice señas para que
acudieran al fatídico lugar, al punto de inflexión de la vida de aquella mujer
que caminaba tranquila con su hijo un sábado por la tarde a las 18.30.
Y cuando pararon el coche y escuché el eco de la ambulancia
desafiando al tráfico para salvar una vida, entonces sí, desaparecí con la
congoja en el pecho. La congoja de haber visto solo la pierna de aquella mujer; la impotencia de no haber podido hacer nada por ella, y el miedo de haber bajado
unos minutos antes a la calle y haberme topado con una mujer que escondía un
cuchillo y la desesperación suficiente para matar por un bolso lleno de
incógnitas.
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