Doblamos nuestro amor, rojo intenso como las amapolas, suave, cortito, de esos que te vienen a ras del ombligo y te hacen cosquillas en la cintura cuando te mueves. Lo doblamos cuidadosamente y lo guardamos en una bolsa con cremallera, envasado al vacío. Parecía tan pequeño e insignificante visto así. De puntillas, para no hacer ruido, le dimos un empujón hasta esconderlo en el fondo del altillo. Lejos del polvo y todas aquellas inclemencias meteorológicas que lo estaban estropeando, quizás aguantara otra temporada. Quizás, cuando lo rescatáramos pasado un tiempo, se llevara más (y mejor). O quizás se nos olvidara allí, en lo alto, a donde nadie puede llegar si no es con unos brazos que te aúpen.
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