Carlos fumaba junto a la ventana. Las cortinas flotaban en
el aire, como buscando su figura para acariciarla. Pero no había más que una
gran ausencia sentada en su silla de los atardeceres. Una vez escribió un poema
mientras me esperaba, fumando, en ese mismo lugar. No recuerdo qué decía. Pero
inmediatamente el cielo rosado que él observaba a través del humo invade mis
sentidos. Me convierto en él, anhelándome mientras llego. El gato me mira con
sus ojos verdes y me pregunta en silencio por qué no le hago caso, a quién
espero. A ella, Tarque, la espero a ella.
Me espero bastantes veces más. Me esperaba de noche, me
abría las puertas de su casa y las sábanas de su cama. Yo siempre huía al
amanecer, como un sueño que recuerdas bello, feliz, al despertar, pero cinco
minutos después se ha desvanecido como si nunca hubiera ocurrido. Me tocaba,
aunque solo fuera con unos centímetros de su piel. Se fumaba su cigarro de
dormir y se dormía. Yo me quedaba despierta, respirando su presencia,
inspirándome en la suavidad de su piel desnuda. Lo acariciaba sin que él se
diera cuenta, a sus espaldas. Me parecía irreal que mi cabeza estuviera a cinco
centímetros de la suya y no fuera capaz de escuchar mis pensamientos gritándole
que lo quería, que se despertara y que me prestara atención. A veces la
impaciencia me podía y lo zarandeaba hasta que se giraba. Él no se molestaba,
me trataba como a una niña pequeña que quiere jugar. Pero no era la hora del
recreo, y se volvía a dormir al poco. Y yo volvía a gritarle en silencio que
quería que me mirase, que solo me mirase a mi, y que se atreviera a decirme te
quiero fuera de aquellas paredes, que me cogiera de la mano y me paseara por
las calles, que me sentara a su lado en el bar con sus amigos, que soñara
conmigo y con una casa de madera en un bosque remoto.
En el fondo, se atrevió a hacer algunas de esas cosas. Se
atrevió a decirlo, a cogerme de la mano, a llevarme a un bar, a hablar de mí.
Probablemente también soñó conmigo alguna vez. Pero hoy vive en un bosque
remoto, y yo no estoy allí. Mantuvo su palabra: me voy a ir después de verano.
Se fue, me fui. Volvimos. Nos volvimos a ir. Rehicimos nuestras vidas, a pesar
de haberme deshecho en lágrimas y noches en vela. Me prometí que no más poetas
embaucadores porque solo había uno, y era él. Durante un tiempo creía haberlo
sepultado, pero su mano invisible surgió de la nada con un papel arrugado con
sus poemas y lo eché de menos. Y lo volví a querer, aunque no lo podía tener,
aunque nunca lo había tenido.