Mi vestido en el suelo, junto a mi alegría, pero no tan pisoteado como aquel corazón que te entregué.
Miro esa acera. El beso, el taxi que llamamos corriendo y la pasión que inunda los sentidos pasean por mis brazos, de piel de gallina.
En aquella calle yace nuestro último día, el resto del naufragio, un recordatorio de que a veces eres tú la herida por haber herido a otros. A lo largo de la avenida, mis piernas ansiosas pedaleaban con fuerza. El camino que llevaba a tu casa era mi alegría. Ahora, mis piernas flaquean, te echan de menos cuando la noche es fría. Nadie ocupa ya esa habitación, no hay en el suelo un colchón, ni alguien que me espere y me venga a buscar cuando estoy perdida.
No hay ya dos amantes como nosotros entre esas cuatro paredes, no se cuela la luz de la mañana, tu cara no se ilumina. Ya no recuerdo tus ojos, tu nariz, tus labios. Ya no me ardes al rozarme, cual cerilla. Ya no apagas tus colillas, después de comerme la vida, ni me susurras entre las sábanas. Eres como un fantasma, transparente, invisible, imperceptible, que habita en mi subconsciente.
A veces te recuerdo, recuerdo tus pasos alejándose de mi guarida. Póngame un ron con lágrimas, nuestra bebida favorita. La película fue demasiado corta.
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