Un maldito ataque de tos me sacó de la cama aquella mañana, como si una mano invisible tirara de mi cuerpo hacia arriba. Estaba sola y el silencio sepulcral que flotaba en cada habitación lo hacía más evidente. Me asomé a la ventana: llovía. Un cielo blanco proyectaba colores fríos sobre el paisaje de fincas y asfalto. Las personas que paseaban con prisa hacia su trabajo, como hormiguitas allá abajo, eran grises. Nada impedía la circulación de los coches, amasijos de metal a cuatro ruedas.
Y pensé: ¿lo habré soñado? ¿Habrán ocurrido de verdad los últimos seis días? Y desée que, aunque hubiera soñado con días de sol y noches de alcohol, fallas cortando las calles y peinetas en el pelo... existiera de verdad aquel piso por el que entraba la luz de la mañana cuando despertaba, en la calle Corona.
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Hace 5 años